En la Costa Azul, la «Riviera», es decir, la costa propiamente dicha, atrae todas las miradas.
La cámara se aleja en un travelling a lo largo de las montañas del Var y la costa meridional, se cuela entre la ropa puesta a secar y acaba deteniéndose en la piel de una joven que se broncea al sol. Escena inicial de Et Dieu... créa la femme, film de 1956 que lanzó a la fama a Brigitte Bardot pero también a Saint-Tropez. El sitio era conocido antes de que Roger Vadim decidiese rodar allí su película de culto: un antiguo pueblo de pescadores construido sobre una lengua de tierra que se zambulle en el Mediterráneo, antaño refugio corsario lleno de plazuelas y tejados de color ocre, con su mercado de la plaza de Lices y su puerto donde se mecen dulcemente los “pointus”, barcas de pesca de vivos colores cuya popa es tan afilada como la proa.
“Coja turquesas, esmeraldas y lapislázuli : eso será para el fondo del cielo. Pónga encima polvo de diamante con fuegos artificiales: eso será para colocar dos o tres nubes encima de nuestra montaña. En cuanto al mar..., coja el tren para venir a verlo.” Próspero Merimée, gran amante de la región, escribió estas líneas en 1886 a su amiga Madame de Beaulaincourt. Más de un siglo después, todavía describen de maravilla la Costa Azul. Hilo conductor de la Riviera francesa, el Mediterráneo extiende su gama de azules de Bandol a la costa italiana. El cobalto de la bahía de los Ángeles es indisociable de Antibes, donde Pablo Picasso era ciudadano de honor. Entre el puerto y la plaza del Safranier, el museo a él dedicado expone cuadros, dibujos y cerámicas del maestro, que pasó gran parte de su vida bajo el sol de Antibes, de Golfe-Juan, de Cannes y de Vallauris.